LA CULPA ES DE LA VACA PARA MUJERES


En este libro los autores dialogan en torno a parábolas, historias y mensajes buscando transmitirles a las mujeres conceptos que les permitan reconocer en sí mismas su propio valor, la complejidad de sus roles y su misión como centro de la familia y la sociedad. 

Sin pretender ser feministas, ni beligerante hacia el machismo, el libro ofrece una gama de inquietudes que involucran a hijos, padres, parejas y abuelos, y seguramente van a dejar sembradas muchas inquietudes en ese tipo de lectores.


Después del éxito de La culpa es de la vaca, en sus sucesivas ediciones y complementos, Jaime Lopera y Marta Inés Bernal, ofrecen en este libro un diálogo con el mundo femenino. 

Estemos o no de acuerdo, sus percepciones reflejan nociones actuales y le dan tono a muchas conversaciones que se escuchan día a día en lugares tan disímiles como una peluquería, un salón de clases o un grupo de padres de familia.

REFUGIOS PARA MUJERES VÍCTIMAS DE VIOLENCIA

Cuando Dignidad despertó aquella mañana en su cama abrazada a su perrita, su pareja le daba besos por la espalda.
-¿Qué quieres que te haga de desayunar? –le pregunta el esposo al oído, cariñoso y atento.
Pero ella está como ausente y no contesta. Abandona la cama y sale al comedor, donde la recibe un hermoso arreglo de rosas rojas, acompañado de una nota que dice “Te Amo” y una caja de chocolates.
Ante su silencio, el esposo sale detrás de ella y con delicadeza la toma del brazo.
Dignidad clava los ojos en el suelo.
-No quiero nada –le contesta al fin, hosca-. Ya me tengo que ir con mi mamá.
Sorprendido, el esposo la observa durante unos segundos con esos ojos castaños de grandes pestañas que tanto fascinaron a Dignidad cuando lo conoció hace unos meses en el vecindario.
-Siempre tu pinche familia –bufa de repente-.
La mujer suspira.
Estás loco o qué te pasa. Anoche me golpeaste ¿o ya se te olvidó? –le espeta enojada, para recordarle a continuación que hace tan solo unas horas él llegó drogado, cuando se suponía que buscaba trabajo, y que sin mediar palabra la golpeó “como si fuera un costal de box”, propinándole por su delicada anatomía puñetazos, patadas y hasta mordiscos.
Entonces, el tipo explota. La insulta -“eres una maldita perra”, le grita-, la empuja, y agarra la pantalla de televisión del comedor y la avienta al patio trasero del departamento.
En los ojos macilentos de Dignidad el miedo lo invade todo. Sus piernas tiemblan y en ese momento por su cabeza pasa un escalofrío que le susurra: “Aquí me morí”.
Enmudecida, lo observa esparciendo furioso toda su ropa por el patio y se prepara para recibir otra andanada de puñetazos. O para que la jale del cabello y le azote la cabeza contra la pared hasta dejarla inconsciente; la agresión “favorita” de su pareja.
Sin embargo, antes de que eso suceda suena el timbre de la puerta. Una vecina pregunta qué sucede y exige hablar con Dignidad.
Ella se arrastra hasta el umbral, y al verla aterrorizada la vecina la toma de la mano y la encierra en su casa. Allí esperan un largo rato soportando las amenazas –“donde te vea te mato”,aúlla el marido-, hasta que llega una patrulla y se lleva a la pareja a las instalaciones de la delegación.
Tras horas de declaraciones y luego de hacerle a Dignidad unos exámenes médicos, al esposo lo trasladan al reclusorio. Allí permanecerá al menos un mes acusado de golpear a una mujer embarazada.

“Él ya me tenía como una pertenencia suya. Un objeto para su uso”

A pesar de la gravedad de las agresiones que Dignidad describe en esta entrevista, esta no fue ni la primera ni la última vez que su pareja la golpeó, la humilló y la denigró tanto en privado como en público, diciéndole cosas como “seguro que andabas de puta” o “es que tú no entiendes hasta que te parto tu madre”.
Ni tampoco fue la última vez que le ordenó que no se tapara con maquillaje el ojo que le había dejado cerrado y negro de un puñetazo, puesto que ella “se lo había buscado”; o que intentó separarla de su familia diciéndole “recuerda que en este mundo sólo tú y yo nos tenemos. Nadie nos quiere”.
De hecho, Dignidad confiesa que la relación con su pareja duró algo más de dos años. Tiempo en el que perdió tres embarazos, intentó suicidarse dos veces mediante la ingesta de pastillas y cortándose las venas –en la entrevista muestra sendos tajos irregulares en ambas muñecas-, y en el que estuvo atrapada en un “círculo de la violencia” donde, una y otra vez, se repetía la fase de la tensión –los insultos, pequeñas agresiones-; la explosión violenta –puñetazos y agresiones graves-; y la luna de miel –el agresor pide perdón, hace regalos y promete un cambio-.
“Salir de ese círculo y pedir ayuda es difícil. Cada vez que regresaba a mi casa a contarle a mi familia la misma historia yo me sentía un fracaso. Por eso aguantaba y caía una y otra vez”, dice Dignidad, quien durante la plática repite varias veces el verbo “caer”, como si en realidad estuviera hablando de la adicción a una droga.
“Con él perdí 10 kilos –continúa narrando-. Estaba chupada. Flaquitita. Ojerosa. Me miraba al espejo y me decía: “Esa de ahí no soy yo”. Ya no tenía amigos, no podía hablarle a mi mamá ni a mis hermanas porque él se molestaba. Ya todo mi mundo tenía que ser él, y no podía haber nada más que él. Me tenía como una pertenencia suya, un objeto para su uso exclusivo”, lamenta la mujer, que incluso está marcada con un tatuaje con el nombre de su expareja, que él mismo le grabó en la piel.
Pero un día, cuenta sentada ante una larga mesa rectangular, en la que sólo hay un vaso de agua y una caja cargada de pañuelos, una trabajadora social de la empresa donde trabajaba le abrió una puerta. Le habló del Espacio Mujeres para una Vida Digna Libre de Violencia; un refugio para mujeres y sus hijos víctimas de violencia extrema, que está resguardado por elementos de seguridad. 
Allí aprendí a llamarlo agresor -asegura luego de tres meses de estancia en el albergue, donde le asignaron el nombre de ‘Dignidad’-. Tomé terapias psicológicas, conviví con otras seis señoras que sufrían también violencia intrafamiliar, y aprendí a autoemplearme con los talleres, a tomar decisiones por mí misma, y a quererme”.
Ahora, aunque admite que “recayó” tras salir del refugio y volvió con su agresor durante un tiempo, el empoderamiento de los talleres y las terapias la ayudaron a ponerle fin a la relación y a tomar distancia. Al menos, cuenta orgullosa, lleva ya tres meses sin tener contacto con él, continúa asistiendo a las terapias de seguimiento, ha encontrado trabajo, y poco a poco ha vuelto a recuperar su vida antes de la pesadilla. Y además, ha dado el paso de contar su caso para que mujeres en su misma situación abran los ojos.
“Antes de entrar al refugio yo pensaba: ‘bueno, esta es la vida que me tocó. Pero ahí me di cuenta que siempre hay alternativas. Por eso agradezco lo que hicieron por mí en elEspacio de Mujeres para un Vida Digna”, comenta la joven, que se toma unos segundos para reflexionar una conclusión.
“Aunque creo que, sobre todo, me lo agradezco mucho a mí misma –dice con una sonrisa franca en los labios-. Me lo agradezco por haber tenido el valor de decir basta y de decirme que merezco una vida digna”.

Menos presupuesto y más trabas para acceder a recursos

La violencia extrema en México contras mujeres como Dignidad es un problema grave que difícilmente se denuncia, y mucho menos se sanciona.
El Centro Nacional de Equidad de Género y Salud Reproductiva (CNEGySR), unidad dependiente de la Secretaría de Salud, informó que en 2014 hasta mil 883 mujeres –cinco al día- ingresaron a un refugio víctimas de violencia extrema; mientras que en siete años, de 2008 a 2014, hicieron lo propio un total de 12 mil 651 mujeres.
Asimismo, de acuerdo con el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), el año pasado fueron asesinadas 7 mujeres cada día, mientras que el Observatorio Nacional contra el Feminicidio (OCNF) reporta que, según datos proporcionados por Procuradurías de Justicia Estatales, en 2014 fueron asesinadas mil 042 mujeres en 13 estados del país.
A pesar de estas estadísticas, refugios como el Espacio de Mujeres para una Vida Digna, que cada año atienden a cientos de mujeres en sus centros de atención externa –donde se les da atención psicológica, médica y orientación legal, además de talleres de autoempleo-, y en los centros de resguardo –ahí se canalizan los casos de violencia extrema- no están suficientemente visibilizados y enfrentan enormes dificultades para acceder al financiamiento público.

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