LA MEXICANA, LA REINA DE LA VARIEDÁ...

40 años después, a sus 87 primaveras, la reina de la variedá en el bullicioso barrio de tolerancia instalado, con sus accesorias de adobe, sus ruidosos salones de baile y sus rameras de faldas coloridas y largas, en los terrenos de lo que hoy es la colonia González Cepeda, se retiró para siempre a vivir, pobre y vieja, en los márgenes de una acequia, “La Acequia de Venancio”, sombreada de platanares y carrizos.
A la gente antigua, que vivió en el sector sanitario de los años cincuenta, no le extrañó, Martha ¨La Caballona¨, aquella hetaira morena, alta, “grandota la vieja”, de nalgas y tetas protuberantes, que reunió a filas y filas de garañones afuera de su cuarto, había acabado de limosnera y muerta de hambre en una plazoleta del centro de Saltillo…
¨La Candelilla¨, y otras supervivientes de la vieja zona de tolerancia, había terminado su vida alcohólica y en la indigencia, “bien jodida, la pobre”, cuando antes era una de las mujeres más hermosas y cotizadas del sector pecaminoso.
A nadie le asombró ver a “La Mexicana”, sentada en bote de plástico, afuera de una privada, cuidando los carros de los nuevos ricos que llegaron a vivir detrás del camino que conducía al pozo azul, aquel manantial misterioso donde paraban, de cuando en cuando, las máquinas de vapor para abastecerse de agua.

Entonces “La Mexicana”, era la reina de la variedá, la que bailaba en los salones más renombrados de la zona roja, la que se encueraba delante de los voyeristas acérrimos, se tiraba en el suelo y se abría de piernas, “un desmadre “La Mexicana”, dicen quienes la trataron en su juventud y “le voy a decir una cosa, perdonándome mi padre Dios que está allá, yo anduve muy joven y bien guapa aquí en los bailes”.
Era una chaparrita, de piel ni blanca ni morena, que presumía buenas caderas, le gustaba el trago, la mariguana, (porque antes no había nomás de que mariguana y pastas), y “era brava hasta la chingada”. No miraba falda o pantalones para rajarles la cara, nomás que le hicieran bronca.
Soldadera era ¨La Mexicana¨, puro militar le gustaba “porque estaban bien guapos”, que hasta llegó a procrear a siete hijos de la milicia, de los que ahora sólo uno le queda “El Mexicano”.
“La Mexicana”, había nacido en Zacatecas, (donde fue la Revolución que ella no vio, pero que sus padres le contaban “que ahí había sido La Toma de Zacatecas”), y vivido una infancia más bien efímera de la que sólo evoca retazos de imágenes: su madre dándole de mamar, y “La Mexicana” jugando a la cuerda y a las muñecas con las chamaquitas de su barrio. De vez en cuando su mamá le sondaba.
Un día, “nomás de cabrona”, se fue de la casa, echó a andar por la carretera y se subió en el primer tráiler que paró cuando ella le hizo la señal de aventón con la mano. En ese entonces tenía 15 años.
Así llegó a la ciudad de México y no hallando otro oficio mejor que desempeñar se volvió callejera, rodadora, “ruletera”, dice ella, taloneaba todo el día por el Zócalo y el Mercado de la Merced.

Con el tiempo asistía a las noches de cabaret en el “El Molino Rojo” y luego en el ¨Salón México”. De tanto se hizo mambera y conoció de cerca a “El Flaco de Oro” y al mismísimo Pérez Prado, “¡el del ‘mambo, mambo, mambo…!’”.
Entonces sus amigas del gremio le decían ¨La Jarocha¨, ¨La Jarocha” por aquí, “La Jarocha” por allá.
Un día se hartó de la capital, agarró sus pocos trapos, y otra vez echó a andar por la carretera.
Un tráiler la tiró en Pachuca y otro más en Veracruz, ¨buenas gentes que eran los traileros¨ que ninguno se quiso propasar con ella, ¨no me hacían nada¨.
De aí pa delante se la pasó de andariega, conociendo muchos pueblillos de Pachuca y Veracruz, hasta que se empachó de vagar y se estableció en Poza Rica.

La gente la vio viviendo con un militar jarocho, pero al rato “chingue su madre, yo ya me voy”, porque el guacho la había querido matar con un machete cuando supo que un veracruzano “andaba volao” con ella. “Claro, estaba guapilla….”.
Y otra vez a la carretera, a pedir raid a los traileros buenas gentes, que no se habían pasado de manolarga con ella.
Andaba sobre los 17 cuando llegó a Saltillo y la gente viviendo con el resto de las cortesanas en el sector del vicio de los años cuarentas, asentado en el centro, en las calles de Leza y Terán, que entonces hervían de hombres ganosos, entrando y saliendo de cantinas, en busca de amores ambulantes con qué quitarse la comezón.
Llevaba el pelo agarrado en una trenza que le colgaba hasta la cintura, una flor roja y otra blanca a ambos lados de la cabeza, los labios carmesí, tacones altos y le gustaba vestirse de blusas y faldas anchas de colores, como esas que usan “las adelitas” de los bailes y desfiles revolucionarios, y por eso a alguien, quién sabe a quién, se le ocurrió ponerle “La Mexicana”, su nombre de batalla para siempre.
Pero su fama creció cuando, por instrucciones de la municipalidad, el vetusto barrio de tolerancia de centro se trasladó con sus bulines y rameras al monte, lejos de la ciudad, donde nadie lo veía, pero a donde nadie, ni los colegiales, se escaparon de ir.

Entonces la popularidad de “La Mexicana” era tan grande como la de ¨Chela¨, la talonera de cuerpo despampanante y pícaro lunar en la cara, o como la de “La Chabelota”, ¨La Güera Paula”, “La Chicharra”, “Piola”, “Las Escobas¨, ¨Las Aguacatas” o la misma “Doña Meche”, aquella mujer, “ya muy señora”, que iniciaba en el sexo a los muchachitos y les daba café con galletas.
Entonces ¨La Mexicana¨, María Luisa Hernández Hernánez, era la reina de la variedá, a la que los bachilleres del Ateneo Fuente aclamaban pa que se encuerara, se tumbara en el suelo del ¨Blanco y Negro¨, ¨El Foco Rojo”, “El Cádilac”, “El Montecarlo”, “El Huarachazo” y se abriera de piernas como un compás, “queremos variedá con la Mexicanita”, rugían.
Al fondo gritaban las radiolas de a 20 centavos la pieza o tocaban los señores de guitarra y violín.
A “La Mexicana” se la había pegado mucho la canción esa del “Rayito de Luna”, que andaba de moda.
Amaneciendo caía la gendarmería en el barrio sanitario y todos los estudiantes de Ateneo a la demarcación, detrás “La Mexicana”, desvelada, borracha, gritando “no, ¿saben de qué?, me van a soltar a esos chavos, porque ellos no son rateros, órale. Órale pinche bola de rateros, hijos de su puta madre, ¡suéltenos!” y otras lisuras, y los policías mansos, mansos, “sí jefa, no sí jefa”.

Sus dedos y brazos largos se colmaron con los anillos y las pulseras de fantasía que le regalaban los estudiantes del Ateneo, nomás porque se metía a defenderlo de los gendarmes.
Era malhablada, brava “La Mexicana” y todos en la zona roja le tenían miedo, pavor, por su lengua suelta.
Los custodios de la calle de Bravo, donde antes estuvo la cárcel municipal, la conocerían bien por todas las veces que había caído en presidio cuando alguna de las viejas “gachas las viejas” del barrio de tolerancia le hacía bronca y ¨La Mexicana” les pegaba y les cortaba la cara, las tasajeaba ¨porque me buscaban pleito y no me gustaba que me mentaran la madre…”.
O cundo se daba vuelo insultando al policía aquel al que le gente de la zona llamaba “mascafierro” y ella gozaba cambiándole el mote por el de “mascahuevos”.
Y “ái viene mascafieros”, gritaba la gente de la z.r. y “ái viene mascahuevos” vociferaba “La Mexicana” carcajeándose y el policía “no me andes diciendo así, porque te voy a tumbar...”, “chingas a tu madre, a mí me la pelas”, ladraba “La Mexicana” y al rato estaba otra vez en la delegación.

Entonces había gobierno, la zona roja tenía su caseta de policía pa escarmentar a los que anduvieran armando camorra.
Aunque nadie se había salvado de “El Sandía”, aquel terrible asaltante que se volvió el azote de los trasnochados que regresaban del baile caminando el monte en las madrugadas sin rayito de luna.
Entonces “La Mexicana”, volvía a gritarles lisuras a los policías “¿saben de qué?, ustedes no sirven pa madre, son unos rateros con la gente, llévense a los que acá…”, decía haciendo con la mano la seña de agarrar ajeno y los gendarmes volvían a encerrarla.
Otro día le echaban pa fuera y ¨La Mexicana” regresaba a la colonia sanitaria a dar su variedá pa los estudiantes del Ateneo Fuente, que cómo la querían.
Se ponía borracha, se quitaba la ropa y se le miraban el tatuaje ese de La Virgen de Guadalupe que en México un chavo le había pintado en el hombro derecho; y se le miraban las piernas jugosas forradas de pulseras de fantasía y todos “muy alegres” y ella “¡a güevo!” que sacaba su feria, en la época en que se hizo billete, pero así como se hizo se tiró…
Años después el puterío vio desfilar por su cuarto a un regimiento completo de soldados, de esos soldadotes de antes: corrientes, malencarados, torvos y a los que la misma ¨Mexicana” trataba con temor y respeto.

De ahí fue que le vino, como a ninguna, la fama de soldadera y hasta hace poco pensaba escribirle a un militar de León, Guanajuato que la conoció cuando guapa, “pero no – dijo – no”.
Aunque a ninguno, palabra, había querido tanto como al papá de su hijo, “E Mexicano”, “mi viejo, bien guapo”, que había pertenecido al 12 Batallón de Infantería de Saltillo y del cual no volvió a saber más hasta que le preguntó a un cabrón “oye, ¿no sabes en qué quedó mi viejo, el papá del Mexicanito?”, y el cabrón le respondió que no, pero que “parece, que lo mataron en la Alameda”.
A la postre las muchachas del barrio de tolerancia, todas muy alegres y ralajientas, la vieron ir y venir con una ristra de chiquillos, los hijos de sus amores militares, caminando, como en formación, detrás de ella.
Ya no era más la reina de la veriedá, la que se encueraba, se tiraba en el suelo y se abría de piernas, ante la mirada atónita de los estudiantes del Ateneo Fuente.
Ahora la habían puesto a cuidar a las 30 mujeres que bailaban en el Blanco y Negro. Les hacía los cuartos, les trapeaba y luego se ponía delante de la barra del salón a servir tragos.
La paga era poca, pero pos “me daban de comer muy bien, carne” y todas a agarrarla de mandadera, “pobrecita”, y ella por el interés de que le dieran una moneda les iba a traer las cervezas.
Así se fue fraguando el mito de” La Mexicana”, de la prostituta que, dice la gente antigua del barrio de tolerancia, había tenido una hija producto de sus amoríos con un conocido cantinero homosexual de la zona apodado “El joto Chilo”, “también tuvo que ver conmigo¨, porque le gustó y le dijo ´ay Mexicanita, tú vas a ser mi peor es nada´.

Comenzaba a tejerse el mito de la soldadera, de la autodidacta en el arte de striptease callejero.
Hasta que la municipalidad dispuso de nuevo que la colonia sanitaria se mudara, con sus congales y sus putas, a otro solar apartado de la ciudad.
“La Mexicana”, no se quiso ir y se quedó viviendo, con otras mujeres, en las ruinas de adobe que, en los años de mayor gloria de la zona, habían sido el guapachoso salón “El Foco Rojo”.
En 1988 un huracán, el Gilberto, arrasó con las casas de la colonia González Cepeda, que se había establecido en los antiguos terrenos del barrio de tolerancia, y ¨La Mexicana” y su hijo “El Mexicano”, el único que le había quedado de todos sus soldados, porque los demás “se me murieron en el desarrollo”, se fueron a la calle.
Las otras se habían mudado a las viviendas que había donado el gobierno federal y la Asociación de Artistas, en un predio bautizado como San José de los Damnificados, al oriente de Saltillo.
Pensando que la arrancarían de su mundo de recuerdos lleno de los ecos de las radiolas, el barullo de las suripantas y su rayito de luna, “La Mexicana“, no se quiso ir.
Ni siquiera cuando ella y su hijo fueron al barrio de San Luisito, en la Aurora, para saludar de mano al presidente Salinas, que andaba de gira por acá y les había ofrecido llevarlos a vivir a la tierra de Agualeguas, de dónde él era.
“La Mexicana” había llorado nomás de verlo y el presidente “¡no llore!”, le limpió el llanto con sus manos, pero “La Mexicana”, no se quiso ir, “no señor, aquí nos quedamos”.
Entonces la gente la vio viviendo con su hijo a las orillas de la “Acequie de Venancio”, sentada a la sombra de los platanares, cuidando carros afuera de la privada, sin bañarse, vestida de harapos y mendigando comida en las casas ricas que habían sepultaron al viejo barrio sanitario.
Y aquí se las vive hasta el día en que, como a “La Candelilla” o como a “Martha la Caballona”, la sorprenda la hora de la muerte, “hasta que mi padre Dios diga ‘hasta aquí’, y ni pedo”.

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