Y UN DIA, ALGUIEN ME PIDIO UE VOLARA...

Cuando Celina cumplió catorce años, no recibió fiesta ni regalo, sino una sentencia: su padre la entregó en matrimonio a Don Aurelio, un hombre viudo, ganadero y veinte años mayor, a cambio de seis vacas lecheras y un molino viejo.


—Así es la vida, hija —le dijo su madre, bajando la mirada—. A veces se gana y a veces… se sobrevive.


Y eso hizo Celina: sobrevivir. Soportó noches frías con un hombre que nunca la miró a los ojos, solo al cuerpo. Aprendió a ser madre cuando aún jugaba con muñecas. A los veinte años ya tenía cuatro hijos y el corazón hecho añicos. Había olvidado cómo se reía. Cómo se respiraba sin miedo.


Vivía en un rancho alejado del pueblo, entre vacas, estiércol y rutinas que la encadenaban. Pero una mañana, mientras barría el patio, un forastero llegó preguntando por trabajo. Era alto, moreno, con manos grandes y una voz serena. Se llamaba Matías.


Don Aurelio lo contrató como jornalero. Al principio, Celina lo evitaba. No quería problemas. Pero él era distinto. Saludaba a todos por igual, incluso a los niños. Les contaba cuentos mientras ayudaba a cargar cubetas. No se atrevía a mirarla más de lo necesario, pero cuando lo hacía, sus ojos no decían “te deseo”, sino “te entiendo”.


Un día, uno de sus hijos enfermó de gravedad. Don Aurelio, borracho, le gritó que no lo llevaría al médico porque era “una pérdida de dinero”. Celina, desesperada, decidió salir corriendo con el niño en brazos. Fue Matías quien la ayudó. Sin preguntar nada, tomó su caballo y la llevó al pueblo más cercano.


Esa noche, cuando el niño ya dormía, ella le dijo:


—¿Por qué haces esto?


—Porque no mereces vivir con miedo —respondió él.


Semanas después, Don Aurelio enfermó del corazón. Nadie lloró cuando lo enterraron. Fue un silencio largo, liberador. Celina se quedó sola con sus hijos y con la incertidumbre de qué hacer con su vida.


Matías no se fue. Pero tampoco se aprovechó. Siguió trabajando y cuidándolos como si fueran suyos. Un día, al caer la tarde, le dijo:


—No quiero que me pertenezcas. Quiero caminar a tu lado, si tú quieres.


Celina lo miró y por primera vez en años, no sintió culpa por desear algo distinto.


—¿Y si tengo miedo? —preguntó ella.


—Entonces caminamos lento. A tu ritmo. Pero sin cadenas.


A partir de entonces, comenzaron una nueva vida. Abrieron un pequeño negocio de productos lácteos con lo poco que tenían. Ella aprendió a hacer quesos, él vendía en el mercado. Entre risas, leche tibia y amaneceres sin gritos, construyeron algo que Celina no conocía: paz.


Años después, Celina abrió un refugio para mujeres del campo. Les enseñaba oficios y les contaba su historia. Les decía con voz firme:


—A mí me cambiaron por vacas. Me usaron, me callaron, me encerraron. Pero un día… alguien no me pidió que me quedara. Me pidió que volara. Y desde entonces, no me bajo del cielo.


Y como decía su abuela:

“Más vale volar con alas rotas, que caminar eternamente en jaulas doradas.”


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© Blanca Alicia Vasquez Casanova. Todos los derechos reservados.

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